domingo, 12 de junio de 2011

El espejo


Y entonces parpadeó. Sintió que el universo entero se posó asfixiante sobre su pecho, sobre su garganta. Mares del ártico se deslizaron como hielo puro a través su garganta; el tiempo se detuvo durante aquel instante, perdió la noción de su corporalidad, el mundo era una gran sensación  y estaba dentro de ella. No, no estaba dentro de ella; esto no le era ajeno, él era aquella sensación, él lo era todo.


Las paredes de la habitación eran blancas como su rostro. Eran perfectas a la vista para quien las observase por primera, segunda o tercera vez, sin  embargo para quien había clavado sus sentidos en ellas durante tantos meses no eran más que un trapo inmundo. Estas paredes se habían convertido en su mundo, esta habitación vacía era su universo. Se encontraba inserto en esta realidad sobre una cama perfectamente ordenada que lo mantenía a flote sobre el océano en que navegaba en soledad día a día. La cama estaba perfectamente ordenada, las sábanas eran tan blancas como las murallas que la cercaban, sin embargo para él eran casi trozos de cartón tirados en algún callejón oscuro de la ciudad durante un día de lluvia. Pero había algo que rompía la homogeneidad del paisaje, a la derecha de su cama había un velador café. Sobre él se hallaban tirados un reloj y el armazón de un espejo roto volteado rodeado de pequeños trozos de cristal. Ya no recordaba en que momento el espejo se había roto, pero algo llamaba su atención, y es que cada mañana al despertar estos trozos de espejo se hacían más pequeños y parecían multiplicarse.


Habían ya pasado varios meses desde que estaba postrado. Una empleada dejaba cada mañana la comida para el día a un lado de la cama sobre un mueble blanco que se encontraba a la izquierda de esta. Todo esto debía ocurrir antes de que el despertara, la mujer debía cerciorarse de que él no estuviese despierto, pues había una regla, y esta era que no quería ver a nadie hasta que la muerte se lo llevara. No se levantaba de la cama, bastaba con estirar la mano para sacar los pocos alimentos que consumía a distintas horas. Se había rehusado también a ser visto y tratado por un médico, quería pasar sus últimos días en aquel lugar, sólo, sumido en aquel universo blanco y esto había sido ya previsto por él, no había manera en que alguien se acercase a aquella habitación. No había medicamentos, no había distracciones, no había nada más que blancas paredes, una cama, un mueble y un velador café.


Se sentía débil, sentía que el tiempo le pasaba la cuenta. Ya se había  hastiado de reflexionar sobre su vida, ¿Qué importaba todo aquello si ahora iba a morir?, sin duda había cometido muchos errores, pero eso ya no importaba ¿Qué podía hacer? ¿Sentir impotencia de no poder reparar el daño que había hecho en su vida pasada?, esa etapa ya se había acabado, ya no quedaba culpa, no quedaba miedo, no quedaban ganas de vivir, no quedaba nostalgia, pero sin embargo quedaba algo, algo que no podía explicar, que no podía nombrar. ¿Vida?, esa fue su conclusión y con ella se conformó. Asumió que vivir era sentir, y que no debía buscarle algún otro nombre a aquella sensación. Aquello que sentía, eso que le restaba por perder era nada más que su vida. Eso era: cuerpo, y vida, nada más… nada menos.


No había calendarios y no había pensado en marcar los días desde que se había enclaustrado, eso no importaba en lo más mínimo. ¿Qué importaba saber cuánto tiempo había pasado? A nadie le interesaba. Todo estaba todo planeado, no había quien lo extrañara y todo estaba configurado para que a su muerte su cuerpo fuera cremado y arrojado al mar. Aquel día se despertó, y cómo había estado haciendo desde los últimos dos días no cogió el alimento, sino que clavo su mirada en los trozos de cristal que descansaban sobre el velador café, a un lado del reloj. Desde que había olvidado la existencia del espejo roto que no observaba su rostro y esto le produjo un cierto grado de incertidumbre. Intentó abandonar la idea. “Estoy a punto de morir. ¡Qué diablos importa cómo me vea!” –Exclamó-, sin embargo esta idea trascendía a lo superficial, ya que no había podido abandonarla de buenas y a primeras. Se colocó de lado en la cama, sintió dolor en los músculos que se hallaban ya atrofiados por la falta de movimiento. Tocó los cristales con su mano e intento observarse en ellos, sin embargo eran demasiado pequeños y no conseguía distinguir alguna imagen que fuera perceptible a su vista. Una angustia increíble lo invadió. Podía mirar su cuerpo, demacrado, lánguido y pálido… pero su rostro, sus ojos… ¿Y si es que ya me he convertido en un cadáver? –Pensó-  Siempre había observado que la gente al morir perdía el brillo en sus ojos y esta idea se clavó de manera firme e inamovible en su mente. Comenzó a dudar de si de verdad estaba muerto o vivo. Definitivamente no le interesaba estar muerto, pero al menos quería saber si es que lo estaba, de lo contrario ¿Sería esta espera eterna? Intento levantarse de la cama pero sus músculos no se lo permitían y cayó al suelo. Sintió un horrible dolor, sus huesos eran frágiles y pensó que podría haberse fracturado. Había en el suelo muchos trozos de cristal repartidos por toda la habitación. Nunca había podido percatarse de esto lógicamente, pues su visión era la que su posición sobre la cama le permitía. Eran miles, miles de fragmentos de cristal, todos tan pequeños que le impedían poder verse reflejado. Esto le desesperaba enormemente, comenzó a intentar juntarlos. Esta era sin duda una idea estúpida pero le hizo albergar alguna ínfima especie de esperanza. Ahí se quedó, horas tirado en el suelo junto a los cristales, sin saber qué hacer, repitiéndose una y otra vez la misma pregunta en la cabeza: ¿Estoy vivo, o muerto?
Estaba desesperado y decidió que debía hacer algo. Junto un montón de cristales y arrastró su brazo por el vidrio con toda la fuerza que le quedaba. Comenzó a sangrar, sin embargo continuó frenéticamente llevando a cabo esta acción. Habrá pasado cerca de media hora y se podía palpar un pequeño charco de sangre rodeando su extremidad herida. Una idea vino a su cabeza: escribiría con esta sangre en suelo que deseaba un espejo, y quizás de esa manera al día siguiente la empleada habría satisfecho su deseo. Así lo hizo y aunque con dificultad consiguió escribir claramente el mensaje.
Esa noche le costó dormir, había conseguido con dificultad levantarse para llegar a la cama, el dolor en sus músculos había sido un gran impedimento. Este fue el periodo más extenso, no podía parar de imaginar cómo habrían de verse sus ojos en el espejo. Miles de preguntas venían ahora a su cabeza “¿Y qué pasa si estoy vivo, y muero esta noche?”. Ya no recordaba muchas cosas, e incluso dudaba de algunos recuerdos. Recordaba imágenes de su apariencia, lógicamente, pero llegó a convencerse de que estos recuerdos no eran ciertos y que de verdad no sabía cómo podría verse su rostro. Se palpaba la cara e intentaba imaginar cómo se veía ésta. Angustiosamente refregaba contra su rostro sus manos. Estaba llorando, creía que esto nunca volvería a suceder. Se repetía en su cabeza mil veces la preguntas “¿Quién soy?”, “¿Estoy vivo o muerto?”, “¿Debo dormirme?”. Si se dormía era posible que nunca fuese a ver sus ojos nuevamente. Encontró una respuesta a todas estas interrogantes, esta era desesperada, pero sin embargo era mejor que tener nada. Aquel cristal se había robado su vida, aquel espejo se la había llevado lentamente. Cada día se había sentido más débil, y cada día el espejo se quebraba en más trozos. Había solo una manera de confirmar que estaba vivo y ésta era observando el brillo de sus ojos. Para esto había dos maneras: mirar los ojos de otra persona o un espejo. Estaba sólo, completamente sólo,  no quería ver a nadie, los ojos de la gente mentían quizás y su única opción era el espejo. Por tanto –pensó- ¿Si no hubiese algo en qué reflejar aquella esencia de la vida que habita en el brillo de la mirada, sería posible comprender nuestra propia existencia? Definitivamente no, entonces concluyó que su vida había viajado hacía aquel espejo, que su vida se había ido lentamente transportado hasta aquel cristal. Aquel brillo en el cristal; aquel brillo del reflejo de su mirada no podía ser un mero reflejo ¡Este tenía vida!, y si ahí había vida, quería decir que algo de la suya propia lo había abandonado, pues era imposible que hubieran dos vidas exactamente idénticas en dos lugares distintos. Así transcurrieron las horas, la noche era eterna, giró la cabeza, miró el reloj que había sobre el velador y lentamente, comenzó a nublarse su vista hasta que a las 3 de la mañana con 53 minutos el reloj se detuvo.


Era jueves por la madrugada y ella entró a la humilde casa que compartían, había acordado llegar tarde pues trabajaría horas extra. Observo el reloj, eran exactamente las 3 de la mañana con 53 minutos. Al abrir la puerta de la habitación su alma se estremeció, dejó caer una pequeña bolsa y observo perpleja aquella escena: Ahí estaba él, frente al espejo con una vieja soga atada alrededor del cuello.

D.